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6 DE FEBRERO DE 2009 | SEXUALIDAD Y REPRODUCCION

Un breve, casi imperceptible despertar

Desde los paramecios, entre quienes se produce el primer conato de diferenciación sexual y acoplamiento, hasta los monos, que muestran sorprendentes analogías con la conducta sexual humana, las “bodas sexuales” presentan todo tipo de formas y una gran diversidad de medios y prácticas.

Por Carlos Faig
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Jean Rostand escribe: “Entre los gusanos platynereis, la hembra recibe el semen en la boca. Entre los tritones, lo aspira con los labios de la cloaca. Entre los rotíferos, el macho lo inyecta en cualquier región del cuerpo femenino. Entre las sanguijuelas, lo deposita a flor de piel y el semen penetra por sí solo.

En muchas especies de invertebrados, el macho, que práctica una suerte de siembra artificial, empieza por embadurnar de semen algunos de sus apéndices y con ellos lo deposita después en el lugar requerido: la rana, por ejemplo, emplea un palpo maxilar; el pulpo, un tentáculo; la libélula, un vástago torácico…”. Extendiendo un poco más esta enumeración borgeana: el hipocampo macho es quien se embaraza y pare (otro nombre resulta de aquí, y describiendo un complejo más radical, para la fantasía de couvade); las migraciones prenupciales kilométricas, se cuentan por miles, de las anguilas y los salmones; el hermafroditismo del caracol; la existencia de espermatóforos (“cajitas”, bolitas que contienen el semen) en diversas especies y las distintas prácticas sexuales que genera; los dos penes de las arañas así como, todo tendía a hacerlo suponer, de las víboras; y, por supuesto, las conocidas prácticas de las mantas religiosas hembras; etc.

¿Y qué diría del hombre Rostand si lo agregara a la compilación? Sin duda, tendría que incluir como parte sustantiva de su conducta sexual al sentido en su aspecto más amplio: al orden simbólico, la cultura, la civilización. Rostand, viéndose envuelto por el problema, tal vez hubiera escrito sobre la presencia (de la satisfacción, de los cuerpos), los pensamientos sexuales (noventa por día, se ha dicho), el estrecho campo de la elección de objeto y la tipificación que se juega allí. En su exposición de las “bodas humanas” creemos que destacaría al pudor (un rasgo, sin duda, distintivo de la especie). Y, para nosotros, no pasaría inadvertida su conexión con el tema fálico (la temática del velo). Quizá incluso hubiera citado a Sartre. A la mujer frígida, ese personaje de El muro ─se trata de textos contemporáneos, ambos se publican en 1939─, que repugna de una sociedad que sin ocultarlo evoluciona alrededor de la cópula. La independencia del sexo respecto de la reproducción (en la conciencia, en la representación, al menos) se quiere manifiesta; demanda significación y el mundo sale a su encuentro. Pero la demostración más cabal de la pertenencia de la sexualidad humana al sentido se aprehende al advertir que los cónyuges en juego no valen por sí mismos. Siempre están tomados como otro: sujetos a una transferencia, al equívoco. Y esto es lo que hace que adquieran un aire de comedia. Él no es él, y ella no es ella. No son los “individuos” quienes están juego, ni tampoco una abstracción, la especie (una generalización o universalización del macho y la hembra). De aquí se deduce fácilmente la existencia y la función de la prostitución. Quizá Rostand nos acompañaría hasta este punto.

Para la naturaleza es indiferente, en lo que respecta a la reproducción de la especie, que el hombre copule con su síntoma, interpuesto el significante, o con hembras naturalmente puestas y dispuestas, que son las que son. El sentido es, hablando metafóricamente, espermatóforo y, más literalmente, falóforo. Y el “entendido”, propiamente, el buen sentido, a los fines prácticos, vale tanto como el malentendido. En la medida en que la enseñanza de Lacan culmina ─como se va viendo cada vez con mayor claridad─ en el concepto o la idea de “sustitución del sentido al sexo” y la extraña convivencia que esto produce entre el sexo forcluido y la marca, el ejercicio de reconstrucción que hemos propuesto cobra importancia. Nos permite dar un giro, aventurar una hipótesis, e invertir la formulación de Lacan en una dirección que, curiosamente y no obstante la inversión, sigue siendo concomitante con la teoría: el sentido se encuentra ubicado y cumple su tarea en un ciclo natural. Aun a pesar suyo y por mucho que lo imaginemos colgado con alfileres. Aunque a primera vista esta ubicación tome la forma de un collage (hasta pulsional, si se quiere) y la yuxtaposición parezca bizarra. Es el paso siguiente, el paso “natural”, después de llegar al sentido supliendo a lo sexual ─la “resbaladiza semiosis del sexo” ─. Si el transcurso del sexo por vía del sentido comprende a la práctica analítica, como suele aceptarse, ahora vemos que el psicoanálisis forma parte, literalmente, de la conducta sexual humana. Ya no porque se hable allí de sexo y se trate de evacuar el sentido ─no hay sentido sexual, como afirmaba Lacan─. El análisis constituye por sí mismo una muestra privilegiada de la sexualidad. Su teoría, su reflexión, los conceptos que se ha dado, son los que permiten conjeturar el paso que adelantamos.
En otro plano, pues, es el sexo el que admite al sentido, lo absorbe. Normalmente, la sesión analítica se limita al goce de hablar, al parloteo, al bavardage, y a lo que este pone en juego. Según un planteo clásico nos hallaríamos aquí entre el amor y el deseo. Pero, jugando al amor (playing love), con el libreto de un análisis, nos hallamos en el amor. Así, el psicoanálisis, parafraseando a Lacan, se engaña cuando muestra cómo fabrica su truco. Se recordará la pregunta de Freud: ¿el amor de transferencia es un verdadero amor?
¿Podríamos, entonces, caracterizar al psicoanálisis como un suplemento, tal como querría Rousseau, tan peligroso como el teatro? Ya sea que este suplemento tome la forma de un montante, una mise en abîme, un practicable, o un tipo particular de espejo, si duplicamos el nivel de aprehensión que (lo) soporta, se da a pensar otro estatuto del sentido (sexual). El análisis se monta sobre su captura ─resulta aprehendido por la extrema versatilidad y plasticidad de la reproducción sexuada─ y, hasta donde puede, la describe. En ese punto se halla el incesto y su importancia teórica. Se dirá que se trata de una cuestión álgida. Pero, ante todo, Edipo e incesto eran los conceptos que se encontraban más a mano para designar la relación entre naturaleza y cultura, la exclusión del goce. Este ángulo de la cuestión muestra que se puede operar con otras categorías sobre la teoría. Ponerla en otra mira. El despertar, por ejemplo, que Lacan buscaba en Freud, se vuelve a presentar ─aunque finalmente Lacan haya optado por denegarlo─. Ese despertar, como se podía prever, se instala en los límites del psicoanálisis, que forma parte del problema. En cuanto se advierte la captura del sentido en la reproducción, y obtenemos una doble inclusión, en cuanto damos con una extraña persiana, se produce una forma, por breve que sea, de despertar. Siempre se ha intuido que la cultura es una capa delgada, aun si guarda peso. En Freud, los extremos de la obra ─la sorpresa del lapsus y el agujero del sexo (cf. las tres obras “lingüísticas” iniciales, los cinco psicoanálisis, etc.)─ se ligan en la superficie de aquella delgadez.
Cuando incluimos al sentido en la sexualidad el dispositivo analítico se impone como escena; como otra “otra escena” y como el hecho de la escena. La misma que describió Freud y otra. La transferencia (el amor) demuestra que cierto tratamiento de la lengua la liga al sexo, que se presenta como representación, ya no lo es. Los términos de la teoría se pliegan y ordenan siguiendo esa duplicidad. Pero, por sobre todo, se ve de dónde procede el recurso al teatro, siempre latente en la teoría psicoanalítica, así como al Edipo y la mitología en general. Todas estas son formas en las que la presencia infiltra la representación y la mueve a otro ámbito, donde se hacen jugar dos escenas en una: la representación y la representación en su valor de presencia, y no solo la satisfacción y la obra. Si admitimos que el sentido sustituye al sexo y que la reproducción sexual se prosigue mediante esa sustitución misma -por mucho que la marca que comporta se halle en correspondencia con el agujero del sexo-, y no a pesar de ella (nuestra conjetura), encontramos dos espacios superpuestos de características diferentes. De un lado, no hay relación sexual, y esto produce un comportamiento sexual distintivo (y más o menos bizarro) de la raza humana. De otro, el sentido y la cultura son instrumentos por parcial que esto resulte en el conjunto del ciclo sexual humano, que puede comportar otras facetas, medios biológicos, y se asocian al ciclo de la reproducción.

Carlos Faig. Psicólogo (UBA) y psicoanalista. Publicaciones: La transferencia supuesta de Lacan, ed. Xavier Boveda, Bs. As., l985; La clínica psicoanalítica, Xavier Boveda, 1986; Lecturas clínicas, Xavier Bóveda, 1989; Refutaciones en psicoanálisis, Alfasì, 1991; Nuevas refutaciones..., Alfasì, 1991; La escritura del fantasma, Alfasì, 1990; El saber supuesto, Alfasí, 1989. Ex profesor UBA (adjunto en Psicología comprensiva y titular en Fundamentos de la práctica analítica).

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