Para contribuir a zanjar la prolongada polémica, el autor investigó por qué el número de enfermedades psiquiátricas admitidas se había disparado espectacularmente. Comenta sus conclusiones: la sobremedicación afectaría a menos gente si se pudieran refrenar los excesos diagnósticos.
Los umbrales para diagnósticos psiquiátricos deben elevarse mucho más y debe resucitarse la distinción entre enfermedad crónica y padecimiento leve.
Los Estados Unidos llegaron al punto en que casi la mitad de los habitantes se reputan clínicamente enfermos de algún cuadro mental. Y casi la cuarta parte de la población –67,5 millones– ha tomado antidepresivos.
Esos datos estadísticos han desencadenado un debate extenso y a veces encarnizado sobre si la población está tomando muchos más medicamentos de lo necesario, para problemas que pueden no ser siquiera trastornos mentales. Los estudios hechos indican que el 40 por ciento de todos los pacientes no padecerían cabalmente esas enfermedades que clínicos generales y psiquiatras les diagnostican. Sin embargo, en los EE.UU. se siguen prescribiendo 200 millones de recetas anuales para tratar la depresión y la ansiedad.
Quienes defienden ese uso generalizado de los medicamentos bajo receta insisten en que una parte importante de la población no recibe suficiente tratamiento y, de allí infieren, tampoco suficiente medicación. Quienes se oponen a tal uso desenfrenado de medicamentos observan que los diagnósticos correspondientes al trastorno bipolar, en particular, se dispararon con un aumento del 4000 % y que la sobremedicación es imposible sin sobrediagnóstico.
Para contribuir a zanjar esa prolongada polémica, investigué por qué el número de trastornos psiquiátricos reconocidos se había disparado tan espectacularmente en los últimos decenios. En 1980, se añadieron 112 nuevos trastornos mentales a la tercera edición del Manual de diagnóstico y estadística de los trastornos mentales (DSM-III, o MDE-III). En la tercera edición revisada (1987) y en la cuarta (1994) aparecieron otros cincuenta y ocho trastornos más.
Con más de un millón de ejemplares impresos, se conoce ese manual como la biblia de la psiquiatría estadounidense. Es cierto, como escritura sagrada se lo invoca en escuelas, cárceles, tribunales – por profesionales de salud mental en todo el mundo. Añadir un solo código diagnóstico nuevo trae serias consecuencias prácticas. Entonces, ¿por qué razones se añadieron tantos en 1980?
Después de varias solicitudes a la Asociación Psiquiátrica estadounidense, se me concedió completo acceso a los centenares de inéditos memorandos, cartas e incluso votaciones del período comprendido entre 1973 y 1979, cuando el grupo de trabajo del DSM-III debatió cada uno de los trastornos nuevos y ya existentes. Una parte de esa labor fue meticulosa y loable, pero en general el proceso de aprobación fue más caprichoso que científico.
El DSM-III resultó de reuniones que muchos participantes calificaron como caóticas. Más adelante, un observador señaló que la poca cantidad de investigaciones a las que se recurrió fue "en realidad un batiburrillo: disperso, incoherente y ambiguo". El interés y la competencia del grupo de trabajo se limitaba a una rama de la psiquiatría: la neuropsiquiatría. Dicho grupo se reunió durante cuatro años antes de que se les ocurriera a sus miembros que semejante unilateralidad podía infligir parcialidad a los resultados.
Increíblemente, las listas de síntomas correspondientes a algunos trastornos se elaboraron en cuestión de minutos. Los estudios de campo utilizados para justificar su inclusión habían correspondido a veces a un solo paciente, evaluado por quien proponía la nueva enfermedad. Hubo expertos que presionaron para que se incluyeran enfermedades tan discutibles como "trastorno de infelicidad indiferenciada y crónica" y "trastorno de quejosidad crónica", algunas de cuyas características comprendían las quejas sobre impuestos, el clima, e incluso los resultados de encuentros deportivos.
La fobia social (luego denominada "trastorno de ansiedad social") fue uno de los siete nuevos trastornos de ansiedad creados en 1980. Al principio me pareció una afección grave. Para la década de 1990 los expertos ya lo llamaban "el trastorno del decenio" e insistieron que hasta uno de cada cinco estadounidenses lo padecía.
Sin embargo, la historia completa resultó bastante más complicada. Para empezar, el especialista que en el decenio de 1960 originalmente reconoció la ansiedad social (Isaac Marks, renombrado experto en miedos y pánicos, radicado en Londres) opuso gran resistencia a su inclusión en el DSM-III como categoría particular de enfermedad. La lista de comportamientos comunes asociados con ese desasosiego le dio qué pensar: miedo a comer solo en restaurantes, evitación de los excusados públicos, preocuparse porque le tiemblen las manos. Cuando un renovado comité de trabajo añadió en 1987 la aversión a hablar en público, ese cuadro pareció suficientemente elástico para incluir prácticamente a todos los habitantes del planeta.
Para contrarrestar la impresión de que estaban travistiendo aprensiones comunes como afecciones medicables, se añadió al DSM-IV una cláusula estipulando que, para poder diagnosticar conductas de ansiedad social, estas debían ser "invalidantes". ¿Pero quién iba a exigir a los recetadores atenerse a esa norma? Sin duda, su apreciación del carácter invalidante habría de ser menos rigurosa que la del comité. A la larga, pese a la cláusula de que fuera invalidante, el diagnóstico de trastorno de ansiedad creció como los hongos; en 2000 en los Estados Unidos era por número de afectados el tercer trastorno psiquiátrico, tras la depresión y el alcoholismo.
Si pudiéramos refrenar tan patentes ejemplos de exceso diagnóstico, la sobremedicación afectaría a menos estadounidenses. Deberíamos elevar mucho más los umbrales previos a formular diagnóstico psiquiátrico y resucitar la distinción entre enfermedad crónica y padecimiento leve. Pero hay fiera resistencia a hacerlo, por parte de quienes alegan luchar contra graves trastornos mentales para los que la medicación es el único tratamiento viable.
Si no se reforma esa psiquiatría habrá un desastre en materia de salud pública. Considérese que la apatía, las compras excesivas y la utilización excesiva de Internet cuentan con muchas posibilidades de ser incluidos en la próxima edición (DSM-V) por publicarse en 2012. Juzgando por la historia de la psiquiatría, no se tardará en hacer propaganda de una nueva clase de medicación para tratarlos. La cordura debe prevalecer: si estuviera mentalmente enfermo todo el mundo, en ese caso nadie lo está.
Christopher Lane se desempeña como Research Professor of Literature en la Northwestern University (Evanston, Illinois, EE.UU.), se hizo también de una formación experta en estudios de la psicología, psiquiatría e historia intelectual del siglo XIX. Es autor de «Shyness : How Normal Behavior Became a Sickness» («La timidez, o cómo un comportamiento normal pasó a ser una enfermedad»), que planea traducirse al castellano; es editor de The Psychoanalysis of Race (Columbia U. P., 1998), y coeditor de Homosexuality and Psychoanalysis (Chicago U. P., 2001).