Articulo: Psicoanalisis y el hospital

15 DE ABRIL DE 2008 | DENOMINACIONES ACTUALES DEL MALESTAR

El fin del ocio

El ocio –destaca el autor de esta nota– es el tiempo auténticamente humano: ese tiempo dedicado a una actividad “autotélica”, sin otra finalidad que ella misma, sería “el que confiere a nuestra especie su especificidad”.

Por Mario Pujó
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Cuando Ernesto llegó esa noche a su sesión, estaba contento como perro con dos colas. En la multinacional donde trabaja le acababan de adjudicar un blackberry de uso exclusivo, un simpático aparatito mezcla de teclado de computadora, agenda electrónica y teléfono celular. Aprovechaba entonces sus minutos en la sala de espera para responder e-mails, enviar instrucciones a sus subordinados e ir adelantando el trabajo de la semana.

Se trata de alguien que, poseedor de un característico pensamiento operativo, padece dolorosísimos trastornos digestivos reconocidos clínicamente como de orden psicosomático, razón por cual mantiene semanalmente desde hace ya cierto tiempo, y con relativo éxito, entrevistas cara a cara conmigo. Una fallida terapia anterior con lo que él nombra como una “psicóloga lacaniana” (“nunca respondía y tomaba notas en absoluto silencio”), me persuaden de la conveniencia de entablar con él una activa relación dialógica y fluidamente conversada.
Comenta entonces que pensaba dar de baja su celular personal, de manera de ahorrarse el costo del abono y concentrar sus llamados en un único teléfono, “una verdadera oficina móvil” permanente y disponible a voluntad.
Conocedor de los rasgos compulsivos de su personalidad, encuadrables en la tipología que Freud describe como propia del “carácter anal” [laboriosidad, economía, meticulosidad, autoexigencia, obstinación], hice probablemente un gesto de incredulidad, de desaprobación quizás, en el que él creyó reconocer de inmediato la figura del aguafiestas. “De verdad te digo, es sencillamente fantástico: cuando llegue el lunes a la oficina voy a haber adelantado un montón”.
Mantuve cierto margen de duda, un dejo de escepticismo, y le propuse adoptar ante su entusiasmo algún grado de cautela teniendo en cuenta que, dada su afición al esfuerzo y su tendencia adictiva al trabajo, esa maquinita podría convertirse fácilmente en un ingrediente adicional para sus multifacéticos desarreglos gástricos. Preservar su línea de comunicación privada le permitiría tal vez, a determinada hora, poder erigir un límite frente a cierto orden de la demanda, en particular las laborales, ante cuyas exigencias excesivas él ha demostrado reiteradamente no lograr rehusarse.
Desde luego, mi comentario no le agradó. Y hasta en alguna medida lo irritaba. Aunque admitió enseguida que no le era fácil sustraerse al repentino titilar del aparato ante la curiosidad de saber quién lo llamaba, estuviese donde estuviese, reconociendo que le resultaba imposible responder el e-mail de un amigo sin tentarse de abrir los diversísimos mensajes que se acumulan regularmente en la bandeja de entrada. Jocosamente, y a modo de confirmación, confesó entonces la picardía de haber estado a punto de chocar viniendo al consultorio por contestar un mensajito de texto mientras manejaba, “algo que no se debe hacer, ya sé, pero es más fuerte que yo. ¿Qué querés? ... ¿Encima voy a tener dos celulares conmigo todo el tiempo?”.

La objeción, lo reconozco, suena legítima. Pero en los hechos, con el paso del tiempo, he visto duplicarse los celulares de muchos pacientes, quienes sólo atinan a apagar los dos cuando el repentino sonar de alguno de ellos se los recuerda. Algo que no siempre logran. Asimismo, al entrevistar a los padres de un adolescente, he visto depositar súbitamente cuatro celulares sobre mi escritorio, con la resuelta resignación de quienes se muestran predispuestos, al menos por un rato, a un diálogo que reconocen merece no ser interrumpido. Por lo demás, por qué no decirlo, me he sobresaltado yo mismo también alguna vez por la inoportuna irrupción de mi propio celular olvidado en un estante de la biblioteca.
Ocurre que desde que hace aproximadamente 15 años la innovación digital se ha instalado de manera masiva, el walkman, la computadora, el e-mail, el teléfono celular, el chat, el mp3 y los video juegos forman parte de nuestro paisaje cotidiano; cámaras que nos filman, alarmas que nos alertan, ringtones, códigos de barras, y una creciente proliferación de Cd’s, Dvd’s, sonidos e imágenes con efectos digitalizados se han incorporado a nuestro hábitat inmediato.
La telecomunicación, como su nombre lo indica, nos mantiene efectivamente comunicados a distancia, algo que incide positivamente en nuestra productividad, vale decir, la capacidad de hacer muchísimas cosas en poquísimo tiempo, así como en las modalidades que adoptan nuestras formas de esparcimiento. Al punto que la frontera que separa ambos dominios, el de la producción y el del esparcimiento, se adelgaza imperceptiblemente hasta hacerse apenas reconocible. Podemos planificar desde la playa, enviar informes, hacer inversiones, comunicarnos con la otra punta del planeta, mantenernos al tanto del día día de nuestra empresa, cuando no, más crudamente, vigilarla en tiempo real por medio de videocámaras conectadas a un monitor a través de Internet. Un comerciante que me consultó alguna vez se ufanaba de controlar su negocio desde un confortable departamento ubicado varios pisos más arriba, contabilizando a través de una pantalla las entradas, las salidas, los desplazamientos de sus empleados, los movimientos de caja. Pero ese confort tiene por cierto su contraprestación, como si la misma tecnología capaz de liberarnos del agobio de la presencia real, nos condenara virtualmente a la eventualidad de trabajar de manera permanente, esfumándose el tiempo fecundo de la improductividad. “Trabaje desde su casa, desde la quinta o el country, trabaje desde el auto, desde la sierra o el mar, trabaje desde donde quiera ... ¡pero no deje nunca de trabajar!”.
El reciente éxito veraniego de los paradores Wi Fi es una patente demostración de que la tecnología posee, además de una asombrosa capacidad de acortamiento de la distancia en tiempo y espacio, una potencialidad alienante de la que no podría escapar el tiempo de trabajo, pero tampoco, y de manera ininterrumpida, el tiempo de la distracción. Una cada vez más poderosa industria del entretenimiento evidencia lucrar con ello.
Y, sin embargo, sabemos desde la Antigua Grecia que el ocio, ese tiempo exento de necesidad de labor dedicado a una actividad “autotélica” (sin otra finalidad que ella misma), es un tiempo auténticamente humano, el que confiere a nuestra especie su especificidad. Se trata del tiempo recreativo por excelencia, el tiempo de las artes y la política, el tiempo de la formación y el mejoramiento personal, el de la contemplación y la creatividad. El término griego skolé permite, en efecto, distinguir el tiempo libre del ocio, en cuanto éste supone una tarea de instrucción, etimología que perdura en nuestra actual noción de escuela. Porque no todo empleo del tiempo libre es ocioso, en la medida en que el ocio supone el ejercicio de una capacidad que no tiene una finalidad instrumental prefijada, y que, en principio, resulta ajena a cualquier beneficio material inmediato.
El empleo del tiempo libre de nuestra época se parece bastante más al del circus romano, el imponente espectáculo de los gladiadores en un Coliseo enardecido, un tiempo de distracción estrictamente necesario para estar en condiciones de volver a trabajar. Torneo clausura, torneo apertura, fútbol de verano; un tiempo efímero y vacío que la noción de entretenimiento, tal como este concepto ha capturado la finalidad de la mayor parte de la programación de la TV, evidencia expresar perfectamente.
Ante la oferta de objetos cada vez más atractivos y alienantes, disponibles en todo momento y lugar, sólo la capacidad de cada cual de entrenarse en un sabio ejercicio de moderación podría preservar un ámbito de pensamiento y de reflexión personal, de elaboración sobre uno mismo, de búsqueda y de superación de sí.
Por cierto, el trabajo del análisis se inscribía para Freud en el campo de ejercicio del ocio en su sentido clásico de actividad creadora. Algo bueno de recordar en una época en el que el mercado parece reservar esa potencialidad de creación sólo a algunos especialistas, profesionales que, precisamente, se designan a sí mismos, en su trabajo y no en su ocio, como “creativos”.

Texto publicado en la Sección Psicología del Diario Página 12 el día 14/2/2008 con el título: “La oficina móvil y la caída del ocio”.

Mario Pujó. Psicoanalista. Lic. en Psicología (UBA). Doctorado práctico en Psicología Clínica (Paris V – Sorbonne). Ha realizado actividad docente y de supervisión en diversas instituciones asistenciales psicoanalíticas, universitarias y hospitalarias, y publicado en diferentes medios especializados de Argentina y Brasil, habiendo sido traducido al inglés, portugués e italiano. Coordina los seminarios “El psicoanalista y la práctica hospitalaria” y “La formación de los analistas” en PsicoMundo. Es jurado de Maestría en el Departamento de Psicoanálisis de la UJFK. Autor de los libros “La práctica del psicoanalista” (Ed. Paradiso, 1994) y “Lo que no cesa del psicoanálisis a su extensión” (Ed. del Seminario 2001). Dirige desde 1992 el libro periódico “Psicoanálisis y el Hospital – Publicación semestral de practicantes en Instituciones Hospitalarias”y “Para una clínica de la cultura”, recientemente publicado.

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