Del mismo modo en que alguien puede quedar absorto en una imagen y no ver nada, ningún detalle --se puede probar eso de tener los ojos abiertos sin ver nada-- el momento cúspide de la fundación del psicoanálisis, de su nacimiento, tiene que ver con no convertir los ojos en mirada, no confundir el objeto intangible en el órgano, es decir, no confundir lo que se ve con lo que nos mira.
¿Y qué nos mira? Los ideales son puntos relativos de la mirada, son ojos de aguja por donde se enhebran los hilos de la mirada, representaciones que sirven de apoyo para armar la trama del mundo. Esos ideales provienen de quienes han “mirado por nosotros”. La frase se acerca bastante a “quienes han velado por nosotros”, y tal vez no esté nada mal seguir por ahí, porque ciertamente, los padres son los primeros --sin darle ninguna prioridad a la biología--. Ellos miran por sus hijos, y a su vez, transmiten la mirada de quienes han mirado por ellos, en un encadenamiento intergeneracional que se puede remontar indefinidamente en el tiempo. Sabemos que el tiempo es algo muy raro en psicoanálisis, tan raro como en la relatividad o en la cuántica. Lo cierto es que los puntos de referencia de las “miradas que han velado por nosotros” nos pueden dejar exactamente en eso: siendo velados. Muertos y vivos a la vez. ¿Cómo hacer nacer lo nuevo, es decir, cómo recrear la vida como para hacerse de una mirada particular, es decir, una mirada desprendida, desalienada? (Estamos lejos de poder decir “propia”. Ya vemos que, en ese crisol de miradas, es difícil decir que es lo “propio”).
Las miradas “velan” por nosotros, y lo hacen en un sentido pudoroso también. Nos dejan ver qué hay detrás, y por ende, seducen. Esas miradas que seducen al mismo tiempo esconden algo feroz y enigmático, como los ojos de los lobos ante su hombre, sin velos, causa de un historial freudiano también. O la mirada del niño muerto que se le presenta al padre --en otro de los sueños fundamentales de Freud-- y le dice “¿No ves?” a modo de reproche. Un padre al que alguna mirada dejó ciego para ver y leer algo de lo que a ese niño --tal vez-- le causó la muerte.
Volvamos a los momentos cruciales en los que el psicoanálisis era parido por el deseo de Freud. Ese deseo que no se desentendió de lo que vio. Siempre se tomó al sueño de la inyección de Irma como un sueño inaugural, el sueño por el que Freud demuestra su deseo decidido de avanzar en las oscuridades de la trama, para la que le era imprescindible traspasar la barrera impuesta por los imperativos de la ciencia clásica. Un salto al vacío. ¿Cómo hacer de la ciencia y sus representantes, junto a la mirada supervisora que busca una localización en el cerebro, el objeto de una mirada particular e inaugural, que, al fin y al cabo, para la posteridad, se convertiría en la famosa “mirada de Freud”?
El modo en que Freud estaba fascinado por su maestro Charcot y el amor que sentía por él no lograron inmovilizarlo --toda fascinación inmoviliza--. Charcot era un fascinado por el cuerpo de la histérica. Su fascinación y la violencia de ver, tan propias de La Salpêtrière, quedaron plasmadas en la Iconographiephotographique de la Salpêtrière, de Désiré-MagloireBourneville y Paul Regnard, que, como sugiere Roudinesco es un “verdadero monumento levantado en honor de las representaciones visuales de la histeria de fin de siglo”. Freud definió a Charcot como un “visuel”. No por nada: sabemos de su obstinación porque la histeria existiera ante sus ojos.
Se podría pensar que la dimensión ética del gesto freudiano se encuentra en haber depuesto esa violencia de ver, en haber cerrado los ojos frente al espectáculo de los cuerpos sufrientes de esas mujeres. La emergencia de ese lector solo puede ser posible en esa especie de paradoja que implica cerrar los ojos ante la “estética de la patología”. ¿Cómo deponer la mirada allí donde Charcot convertía a las grandes histéricas en lo que Bercherie llama “vedettes adiestradas para producir todas las manifestaciones que investigaban”? Se trataba de cerrar los ojos para poder leer.
Esto nos conduce a otro sueño de Freud. Ese en el que lee en un cartel “se ruega cerrar los ojos”. Hay algo paradójico. ¿Cómo leer un cartel que pide cerrar los ojos? La paradoja refleja el punto inaugural del discurso analítico: se lee a condición de no asimilarse a la mirada. Se lee “se ruega cerrar los ojos” sin que medie interpretación alguna, todas las posibles miradas que de allí emanan. El inconsciente escribe un texto y suscita una lectura por fuera del tiempo, porque no se trata de una sucesión escritura- lectura de la escritura, sino de un instante, ese instante en que la lectura produce una escritura que no estaba, una lectura que precipita la constitución de lo escrito; produce un entre: entre abrir y cerrar los ojos. No sería, como reza el sentido común, leer entre líneas, sino, más bien, el modo en que la lectura produce ese entre en el que las líneas se escriben, son las líneas las que se delimitan ineluctables. Es la lectura, y no el texto, la que escribe las líneas dejando, en cambio, un entrelíneas ilegible. Porque algo en esa lectura se resiste a ser leído, no todo puede ser leído. Dejarse tomar por esta lógica, soportar la incertidumbre de aquello que se escribe, sólo puede ser posible resistiéndose al encorsetamiento del sentido. Entendiendo que no hay lectura sin caída del sentido y sin caída de la mirada. Viene a colación el desmayo de Champollion al descifrar la Piedra Rosetta como una muestra de este instante: caída y lectura suceden simultáneamente. No hay linealidad, sino coagulado, condensación, simultaneidad y corte entre caída y lectura. “Quizá llamemos «lectura», dice Juan Ritvo, “a la emancipación actual del sentido, que no puede tomar otro aspecto que no sea el del sin sentido naciente, que preludia un nuevo sentido por venir”.
Quizás esta sea la cuestión fundamental para pensar el espacio y el tiempo en la lectura: un nudo hecho y deshecho en el instante de la precipitación de una dimensión inesperada; un nudo hecho y deshecho en la sorpresa que despierta. Acaso leer sea eso: se ruega cerrar los ojos. El diván podría ser una de sus consecuencias. No es estrictamente necesario. Pero algo necesita cerrarse a la mirada para poder leer la solución para el deseo.
Por José Luis Juresa y Alexandra Kohan, psicoanalistas
Fuente: Página12