La epidemiología es efecto de una pandemia, un tipo de emergencia en salud pública que no tiene precedentes en este siglo, que ha causado preocupación global, ha puesto en jaque a sistemas de salud enteros y ha impactado en nuestra cotidianeidad. Y además, a modo de efecto secundario, la pandemia por COVID-19 ha ampliado nuestro vocabulario. Así, palabras restringidas al ámbito sanitario (académico o de servicios), hoy están en boca de todos: coronavirus, caso sospechoso, caso confirmado, control de brote, cadena de infección, circulación comunitaria y por supuesto cuarentena.
La cuarentena, originalmente imponía una temporalidad y un estado: cuarenta días de aislamiento. Se dice que fue adoptada como medida de protección en Venecia en 1127 respecto de la lepra y que se usó ampliamente en respuesta a la Peste Negra o Bubónica acaecida en 1347 en Europa. En ese momento, Pistoia, una ciudad italiana afectada, fue la primera en promulgar normas para mantener a salvo a sus pobladores: a los contagiados, no se les permitía la comunicación oral, porque se creía que solo por hablar aumentaba la posibilidad de transmitir la enfermedad (no existía el barbijo) y se los aislaba de los sanos y además, quienes no presentaban la peste se reunían en grupos y se mantenían alejados de los enfermos (¿distanciamiento social de esa época?). Aunque la aplicación de las normas fue estricta, la ciudad finalmente se infectó.
Hoy, en 2020, hemos atravesado una cuarentena organizada en fases (la primera de aislamiento) y experimentamos actualmente un distanciamiento social. La historia, de alguna manera parece repetirse. Por otra parte, las bibliografías sobre desastres y catástrofes señalan que todo estado de emergencia en una población, produce efectos psicosociales de diferente índole. Este año, expertos en temas de salud mental en la comunidad, luego de realizar estudios de revisión de investigaciones efectuadas durante las epidemias producidas por otros dos coronavirus (SARS en 2002 y MERS en 2012] recomendaron que la cuarentena no se extendiera más allá de un tiempo prudencial y afirmaron -teniendo en cuenta los resultados de aquel momento-, que a causa de COVID-19 sería de esperar que, además de quienes ya presenten problemas vinculados con salud mental, el resto de la población sufra malestares que perduren en el tiempo. Algunos de los que se mencionan son caracterizados desde la epidemiología psiquiátrica como trastorno por estrés post traumático, por ansiedad, angustia y trastorno depresivo.
Aquí, la emergencia sanitaria por COVID-19 lo ha trastornado todo, entre otras cosas, la economía, las maneras tradicionales de enseñanza-aprendizaje, las formas de trabajar, de habitar los espacios comunales. También ha condicionado y cambiado -por lo menos mientras persista- la manera de sostener y hasta de crear lazos con nuestros semejantes y los espacios destinados para ello. Y es que, el riesgo de adquirir la enfermedad no sólo está presente en los servicios de salud, sino también en los espacios donde dar curso a los vínculos. Y entonces, los lugares de la comunidad, de la convivencia y del intercambio, hoy pueden transformarse en lugares de contagio. También impuso una distancia social y así las redes sociales, esas que se construyen a partir de la convivencia con otros en distintos espacios societales (escuela, club, trabajo, etc.) y que son indispensables para el bienestar subjetivo, hoy más que nunca están en gran parte restringidas o mediadas por las tecnologías de la informática y comunicaciones: mayormente nos relacionamos a través de internet, teléfono, etc.
Han pasado 5 meses desde las primeras medidas de contingencia sanitaria y entretanto, esa contingencia se viene cronificando: el riesgo persiste y el malestar se propaga. Se habla de miedo a la infección, de ansiedad, se dice que el estrés generado por la incertidumbre, por los obligados cambios de algunos hábitos se eleva y más aún crece aquel asociado a los problemas surgidos a causa de la crisis económica producida en nuestro país en este contexto de pandemia.
Probablemente, la “nueva normalidad” tenga efectos significantes y disminuya un poco la tensión generada aunque, al igual que en algunos países del hemisferio norte, implique el uso obligatorio del barbijo, el distanciamiento social y algunas restricciones que se sostendrán por lo menos hasta la aparición de la vacuna, cuya llegada la humanidad espera ansiosamente. Y en el devenir de esta historia, ¿nuestra población padecerá por ejemplo de trastorno por estrés post traumático?. Un abordaje superficial de la problemática podría conducirnos a afirmar que las manifestaciones de sufrimiento psíquico registradas en otros países, podrían tener lugar en el nuestro. Sin embargo, la misma epidemiología nos advierte acerca de no generalizar resultados de estudios efectuados en una población a otras poblaciones, en razón de que cada una de ellas tiene sus propias determinaciones sociales, modos y condiciones de vida. Si estamos en condiciones de sostener, que los servicios de salud pública deberán estar preparados para abordar las consecuencias psicológicas de esta pandemia. Se impone, por lo tanto, la realización de estudios que mediante diseños específicos intenten responder la pregunta ¿Cuáles fueron en la población argentina las consecuencias psicológicas de la pandemia por COVID-19?.
Andrea Gulisano es doocente de la Facultad de Psicología y Relaciones Humanas UAI. Psicóloga. Especialista en Epidemiología. Magister en Gerencia y Administración de Servicios de Salud. Integrante del Equipo Técnico de la Secretaría de Salud Metropolitana de Rosario del Ministerio de Salud de la Provincia de Santa Fe.