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10 DE FEBRERO DE 2011 | CRÍTICAS REFUTABLES AL PSICOANÁLISIS

Ciencia y pseudociencia: ¿cuál es cuál?

A quienes condenan el psicoanálisis, o a quienes simplemente no lo usan, bajo el pretexto de la “falta de cientificidad”, sería bueno dispararles interrogantes como estos: ¿Sus angustias son científicas? ¿Sus sentimientos son científicos? ¿Sus experiencias son científicas? ¿Todo lo que les pasa en la vida son hechos científicos?

Por Jorge Ballario
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“Cada disciplina construida con rigor, de la física a la filosofía pasando por la sociología tiene su consistencia. Decir o preguntarse si son ciencias es a veces una cuestión metafísica porque las comparamos con un modelo ideal que ni sabemos cual es, aparte de que ha de ser racional y necesita una contrastación empírica (…)” (Luis Roca Jusmet. Artículo: ¿Pseudociencia o pseudoargumentos?)

Si las respuestas de esas personas a dichos interrogantes son afirmativas, entonces sus posturas son consonantes. Pero, si casi todo eso que les ocurre, tal como sabemos, es inevitablemente mítico –es decir que pertenece a la esfera de lo vivencial, de lo emocional o de lo subjetivo–, ¿como desechar entonces al instrumento diseñado para tales vivencias? O sea, la herramienta fundamental capaz de vérselas con las vivencias significativas que nos marcaron singular y simbólicamente a cada uno de nosotros. ¿Cómo esperar entonces que una homogénea ciencia dura sea más eficaz que una ciencia conjetural como el psicoanálisis, muchísimo más flexible y adaptable al mítico objeto de estudio descrito? Justamente por ésta y otras razones, a nuestra disciplina se la suele denominar también la ciencia del uno por uno, dado que, como toda ciencia, se construyó en base al método científico; pero no se detiene ahí, sino que prosigue luego con su vocación científica al procurar adecuarse a cada sujeto particular, indagando profunda y rigurosamente sobre su vida psíquica en pos de su armonización.
Pienso que el psicoanálisis nació con un “pecado original”: por ser una afrenta al narcisismo de las personas, y por activar mediante sus enunciados las resistencias humanas, es y será combatido. Pero al mismo tiempo el psicoanálisis es inevitable, ya que, como bien afirma Liliana Baños, no es más que un “efecto del defecto de la palabra para ceñir lo real”. Es un método terapéutico que busca efectos (de análisis) en el contexto discursivo del sujeto.
Paralelamente, en el inventario de los efectos generados en la humanidad por esta disciplina, durante su corta vida, ya se ha ganado un destacado lugar el recalcitrante combate cientificista que en forma constante sufre nuestra disciplina, y que no es más que un modo de resistencia a la verdad siniestra, provocadora e inaceptable que representa el psicoanálisis para ese brazo duro de la ciencia, aliado al gran capital. Además, el psicoanálisis, al procurar rescatar de la voracidad capitalista de nuestra era el deseo humano y devolvérselo al sujeto, comete una imperdonable herejía por la que es duramente castigado: existe un poder supremo y omnipresente que no escatima esfuerzos para erradicar de la faz de la tierra a la disciplina sacrílega. Hasta ahora la actual inquisición cientificista va consolidando su triunfo en el primer mundo, sólo resta que se complete el exterminio en los pocos países sacrílegos que todavía osan practicarla.
Si las democracias capitalistas se tildan de tales, deberían permitir que afloraran los genuinos deseos individuales, y no que los mismos sean vedados, taponados o alienados sutilmente en “el deseo del sistema”.
Todo crítico del psicoanálisis debería atreverse a indagar en su propio inconsciente. Esta práctica debería ser un requisito fundamental para dichos estudiosos, debido a que para ser plenamente entendida, nuestra disciplina requiere que sus interesados pasen por la experiencia clínica; es decir, por el diván. Sólo así estarán en condiciones de captar sus enunciados teóricos, que son muy sutiles y no siempre dicen lo que parecen decir. Basta una mínima oposición, antipatía o resistencia en el lector lego y aspirante a crítico, para que inconscientemente se desnaturalicen sus percepciones. Por lo tanto, no alcanza con la intelectualización o con la lectura para captar el núcleo profundo de los conceptos y de la teoría psicoanalítica, e ir más allá de las apariencias. Se necesita el paso por el diván, del mismo modo que los propios psicoanalistas en formación también lo requieren. Entonces sí, luego de cumplido este requisito, podría un crítico comenzar con sus críticas, si es que le queda algo del deseo original, porque muy probablemente tras esa experiencia haya podido acumular varias evidencias singulares que le disiparon sus dudas, o tal vez haya elaborado algunos asuntos que le generaban la pulsional adversión psi que lo regía inicialmente. Aunque aquí hay una visible contradicción: de haber existido realmente en alguien dicha pulsión contraria al psicoanálisis, difícilmente esa persona acceda y confíe en el instrumento terapéutico blanco de su hostilidad.


Las aplicaciones de la ciencia

Es bueno que aprendamos a distinguir entre la evidencia científica de una técnica y su aplicabilidad. Si bien el contenido de una ciencia puede ser muy científico, si no se pondera adecuadamente la pertinencia de su aplicabilidad, una técnica científica se transformaría en pseudocientífica, en cuanto a su aplicación concreta, aunque prosiga siendo científica en lo referente a su contenido. Por ejemplo, si un procedimiento neurocientífico no es cotejado con otras opciones científicas y/o teóricas con el objeto de saber cuál es el tratamiento más idóneo para cada caso particular, podría devenir pseudocientífico, incluso aunque genere algún beneficio en determinados pacientes. La clave de esta pseudocientificidad al aplicar la técnica es que existiría algo más adecuado para el afectado, pero no se le está indicando, por una cuestión ideológica o prejuiciosa –es decir, por motivos que están fuera de los parámetros de cientificidad deseables–. Como se puede apreciar, la propia ciencia, para alcanzar la máxima eficiencia en su aplicabilidad, requiere de la colaboración de todo el espectro de saberes reconocidos.
La ciencia está basada en las particularidades homogéneas de los grandes grupos que estudia. Es más científica en este punto, pero por lo general le faltan recursos para adaptar ese saber genérico a cada uno de los afectados. No puede evaluar bien todas las variables aisladas y difíciles de apreciar que influyen en el alejamiento de un individuo concreto de lo que predicen sus homogéneos enunciados. Para procurar la máxima adaptabilidad a cada uno de los afectados depende de las variables subjetivas del aplicador, como ser su experiencia o su sabiduría; pero estos elementos están muy lejos de cubrir la totalidad del déficit, debido a que el profesional aplicador está limitado por el recorte de la técnica: sólo puede adaptarla a cada paciente hasta un determinado punto. Por el contrario, el psicoanálisis, a pesar de tener menos rigurosidad científica en sus enunciados, posee muchísima más adaptabilidad a cada uno de sus pacientes, al punto de que en una relación terapéutica convierte la subjetividad única de cada analizante (paciente) en su máximo objeto de estudio. Conviene aclarar que la menor rigurosidad señalada antes, propia de toda ciencia conjetural, no se debe a un capricho de los psicoanalistas, o a la falta de empeño, sino a las sutiles, complejas y dinámicas características de su singular objeto de estudio.
Para que los datos aislados que surgen de las investigaciones científicas puedan ser usados eficazmente, por lo general deben ser interpretados, ordenados y articulados entre sí; o sea que deben incluirse en una teoría. Por consiguiente, estrictamente hablando, deviene aquí un punto no comprobado. Otro punto acientífico está vinculado al inevitable reduccionismo en que incurre la ciencia al aplicar datos estandarizados sobre la variada y compleja realidad humana, negando implícitamente con este acto todas las variables psico-sociales no ponderadas. Muchas de éstas, a medida que se investiguen científicamente, podrán ir relativizando, y en ocasiones hasta anulando las prácticas previas. Los dogmáticos de la ciencia no deberían perder de vista nunca que los conocimientos científicos son siempre aspectos relativos y provisorios de una realidad extremadamente más compleja y cambiante.
En medicina, el efecto nocebo alude al empeoramiento de los síntomas o signos de una enfermedad debido a la expectativa, consciente o inconsciente, de consecuencias negativas derivadas de una medida terapéutica. Este efecto ubica al médico en un lugar incómodo, ya que todo lo que le diga a su paciente, y la forma en que se lo diga, puede influir en él, como así mismo lo que éste escuche o lea por otras vías (amigos, Internet, prospectos de los medicamentos, etc.): dependiendo del grado de susceptibilidad sugestiva que posea, se condicionará o no para que le ocurra. Tal como vemos, el efecto nocevo es un punto que amenaza el éxito terapéutico de las diversas técnicas científicas. Por consiguiente, todo procedimiento que procure neutralizar dicho efecto debería incursionar por la subjetividad del paciente. Es decir, debería ser un poco más “artesanal”; debería recordar más a menudo cuánta sabiduría encierra aquella expresión tan olvidada de “el arte de curar”.
Me parece que un criterio de validación científica debería contemplar el grado de complejidad del objeto de estudio en relación a lo pasible de ser demostrado, por un lado, y lo concretamente demostrado, por el otro. En tal caso, la disciplina que estudie el cerebro humano, dado que el mismo está considerado el objeto conocido más complejo del universo, debería ser la disciplina potencialmente más pseudocientífica, ya que sus demostraciones serían siempre reducidas en relación a la totalidad de lo pasible de ser demostrado, que es prácticamente infinito. Por consiguiente, dicha disciplina estaría condenada a tener que llenar sus inmensas lagunas con teorías, o simplemente desconocerlas; cualquiera de estas dos opciones que asuma la hace pseudocientífica en su aplicación.
Desde esta perspectiva propuesta, las endiosadas neurociencias podrían sufrir una formidable depreciación. Pero, como ya podemos ir deduciendo, es prácticamente utópico proponer una nueva visión o idea, por más lógica y sensata que parezca, cuando marcha a contramano de los intereses hegemónicos.
El psicoanálisis, como otras disciplinas elaboradas con consistencia y rigurosidad, debería ser una parte jerarquizada del saber humano. Si este fuese el caso, todo el saber disponible, tanto científico como teórico, podrían hallar al fin el ritmo y la armonía deseables para elevar la eficiencia interdisciplinaria y la eficacia concreta de cada una de las diversas opciones terapéuticas.


Mitología científica

Pienso como Dylan Evans cuando afirma que: “Es el mundo de las palabras lo que crea el mundo de las cosas (…) Lo real está fuera del lenguaje y es inasimilable a la simbolización (...) La realidad designa las representaciones subjetivas que son un producto de articulaciones simbólicas e imaginarias.” (Dylan Evans. “Diccionario introduct. de psicoanálisis lacaniano”. Págs.: 163 y 164 ). Podríamos agregar que lo real inspira lo denominado usualmente “realidad”, es decir esas representaciones mentales y singulares que nos hacemos sobre lo real, que tal como vimos es inaccesible, y por lo tanto no sabemos ni sabremos cómo es. Empero, en nuestra sistemática interacción con lo real, en el proceso de simbolización vamos produciendo “fragmentos de realidad”, si se me permite el término; otros de dichos fragmentos surgen de las elucubraciones científicas o no científicas con las que nos topamos. En base a cómo imaginamos o intuimos los diversos aspectos de lo real con los que interactuamos, vislumbramos o conjeturamos determinadas realidades; algunas de las cuales, incluso, podemos reproducirlas experimentalmente y comprobarlas científicamente, pero de ningún modo tenemos acceso a lo real tal como es.
El mito es un combo compuesto de varios ingredientes: lo aparente, lo simbólico, el animismo, lo mágico y lo religioso se dan cita e interactúan para darle forma a esos relatos fantásticos que denominamos mitos. Estos, a su manera, procuran dar cuenta de la causalidad de ciertos fenómenos. Desde mi punto de vista existe una analogía entre los mitos y las explicaciones científicas.
Tanto los mitos como las comprobaciones científicas van más allá de lo visible: mediante lo que ven procuran explicar lo que no ven. La ciencia obtiene plena visibilidad sólo sobre algunas de las variables que intervienen en, por ejemplo, los complejos procesos de la vida humana. Y, aunque puedan ser estudiadas muchas otras, siempre lo serán de a una o en pequeños grupos; por ende, la sistémica maraña de variables humanas no podrán ser evaluadas todas in situ, sino que deberán ser siempre aisladas y descontextualizadas para ser estudiadas por la ciencia. Por lo tanto, la mitología científica –al igual que los mitos antiguos–, al caricaturizar lo real en base a lo poco que ha podido visualizar, ponderar y relacionar entre sí, genera una realidad exagerada en relación a sus fundamentos. Esa realidad, básicamente posee la estructura del mito, del delirio y de la subjetividad. La diferencia es que los reduccionismos científicos tipo causa-efecto, generadores de esa caricaturesca realidad, pueden ser corroborados experimentalmente.
Por ejemplo, cuando se investiga la causalidad de ciertas dolencias mentales y se hallan valores químicos alterados, o cierta particularidad neurológica común a todos los afectados, por lo general, eso no significa haber descubierto qué origina el problema, pues suele pasar que las vivencias, los sentimientos y las emociones ocurren al unísono de su respectiva química. Son precisamente esas configuraciones químicas las que luego algunos científicos creen ver en el inicio de determinadas patologías. Pero, insisto, que las hallen no prueba que se encuentren frente a la causa del problema. Porque lo hallado sería más bien muchas veces una consecuencia automática de las significaciones conscientes o inconscientes del paciente. Como si un primitivo expedicionario, al descubrir grandes superficies de hielo en la Antártida, pensase que esas enormes masas de agua congelada son la causa del intenso frío de la región y no su consecuencia. Lamentablemente no son pocas las ocasiones en que algunos científicos actúan de manera tan burda.
Los difundidos ataques de pánico no son más que un síntoma –o una metáfora– de una época en que, al estar disminuida la capacidad de elaboración psíquica, los miedos y angustias se acumulan en gran escala; luego de superar cierto umbral de tolerancia y de que actúe algún detonante simbólico, los “in-dividuos” estallan. Al llamado suele acudir la psiquiatría científica, para aliviar los síntomas mediante el fármaco adecuado. Hasta determinado punto, este procedimiento es razonable. Pero quedarse sólo con esto, sin sugerir al menos alguna otra opción, connota una gran ignorancia… o un importante interés lucrativo por parte del facultativo ímprobo, que no dudaría en “tapar la boca” del afectado con pastillas, aniquilando en ese acto pseudocientífico toda posibilidad de escuchar y articular las palabras significativas del paciente, que bien podrían genuinamente aliviarlo e incluso curarlo.
Además, los propios tratados de psiquiatría hablan con verbos condicionales (“podrían”, “tendrían”, “produciría”, etc.), signo inequívoco de que casi nunca tienen la plena seguridad de que el reduccionismo comprobado científicamente sea la causa de una afección determinada.


La postura cientificista

La jugada ideológica de los cientificistas pro-establishment es denunciar como pseudocientíficas a determinadas disciplinas. Este hecho, en el marco actual de sacralización de la ciencia, representa implícitamente una fuerte descalificación social, equiparable a tildar de hereje a alguien cuando la religiosidad y el culto a lo sagrado eran la norma. La sacralización del discurso científico contribuye a la pseudocientificidad de la ciencia. También hacen de las suyas la des-espiritualización promovida por el exceso de racionalidad, el uso de categorías lógicas absolutas y el afán de lo exacto –y no está de más recordarles a los lectores el formidable incremento en las ganancias que la descalificación mencionada representa para los laboratorios internacionales–.
Este absolutismo pretende echar por la borda a disciplinas enteras, como en el caso del psicoanálisis, como si nada sirviera, como si todo en ellas fuese mentira. Es increíble el nivel de soberbia e ignorancia de los que se ubican en ese lugar y sancionan de tal forma a un determinado saber, como si los cientos de miles de profesionales de todo el mundo, con toda su formación de décadas, y con su experiencia clínica de años, no se hayan dado cuenta jamás de algo que el soberbio sí vio en un rapto de colosal iluminación. El nivel del delirio megalómano de estos personajes, en ese momento, es sencillamente demencial; aunque, entre ellos, estas afrentas se viven con total naturalidad.
Los mandamases de la ciencia dejan bastante que desear para esa institución que creen representar, si en lo referente a la conducta humana no tienen en cuenta –tal como ocurre– la teoría psicoanalítica. De este modo, al conducir con anteojeras ideológicas a las diversas técnicas terapéuticas científicas –muchas de ellas surgidas del seno del psicoanálisis–, las incitan a forzar sus aplicaciones clínicas de un modo burdo y acientífico, en personas que responderían mejor a un abordaje dinámico como el psicoanálisis. Esos apóstoles del “buen saber”, tácitamente procuran que la ciencia renuncie a poseer la mayor cantidad de cartas posibles sobre la mesa, impidiéndole de tal modo evaluar la aplicación terapéutica más adecuada para cada caso particular. En cambio, si la ciencia tuviese en cuenta las diversas opciones que existen, abriría sus ojos; pero si persiste en la mezquina posición inicial, puede ser efectiva en muchos casos, aunque no eficiente en muchos otros. La ciencia, al ubicarse paradójicamente en tal posición pseudocientífica debido a su aplicación no adecuada, promovería casos de mala praxis: ocasionaría más daño por no cederle su lugar a otra disciplina o técnica más apropiada, aunque no forme parte del Olimpo de las ciencias duras. Dicho de otro modo, la ciencia, para alcanzar la máxima eficiencia en su aplicabilidad, requiere de la colaboración de todo el espectro de saberes reconocidos. Como vamos viendo aquí y en otras partes del presente ensayo, extender a aplicaciones inadecuadas los contenidos de verdad de los diversos enunciados científicos –incrementándose así la pseudocientificidad–, puede alterar los efectos terapéuticos deseables. En esta época es raro que a algún médico se le ocurra apelar al desangrado para controlar un pico de presión sanguínea. Sin embargo este procedimiento, habitual en el pasado, sigue poseyendo su fundamento científico; pero, al haber otros recursos menos invasivos y traumáticos (fármacos, dietas, controles, etc.), la vieja práctica cayó totalmente en desuso. La psiquiatría científica actual, al no ponderar plenamente la totalidad de los saberes reconocidos, cae en una barbarie similar a la del hipotético médico que por estos tiempos prosiga desangrando a sus pacientes hipertensos.
Algunos científicos visualizan un mundo mental simple, porque los experimentos en que se fundamentan son simples, ya que derivan del paradigma mecanicista causa y efecto. De tal manera se descubren cosas elementales, dado que es prácticamente imposible visualizar la complejidad de una sola conducta humana; en cambio, desde el paradigma de la complejidad que incluye la teoría y lo interdisciplinario es más accesible.
“En la teoría del Pensamiento Complejo, ideada por Edgar Morin, se dice que la realidad se comprende y se explica simultáneamente desde todas las perspectivas posibles. Se entiende que un fenómeno específico puede ser analizado por medio de las más diversas áreas del conocimiento, mediante el Entendimiento multidisciplinar, evitando la habitual reducción del problema a una cuestión exclusiva de la ciencia que se profesa. ”( Enciclopedia Wikipedia)
Paul Feyerabend en su obra Contra el método critica la lógica del método científico racionalista y concluye en que, de acuerdo con la investigación histórica, no existe un método con principios inalterables, ni una regla que no se haya quebrado; por lo tanto, la contravención es fundamental para que la ciencia avance.
La ciencia por su propia lógica, aleja al sujeto de su singularidad al alentarlo a buscar el origen de su malestar sólo en las genéricas comprobaciones que obtuvo. Sabe de antemano (o debería saber) que, para un sujeto dado, es muy probable que la respuesta se halle en algunas de las infinitas variables que interactúan en su subjetividad, aunque el resultado final de esa interacción se plasme en su corporeidad, en forma de disfunción o de lesión.


Conclusión

Como vimos en el desarrollo del presente trabajo, las ciencias de la conducta se transforman en acientíficas en su aplicación si no admiten al psicoanálisis. Pueden exigirle el máximo rigor científico a esta disciplina, pero no pueden prescindir de ella, dado que no hay nada tan abarcativo y profundo que estudie el psiquismo humano. Si se pretende explicar estas cosas sólo con los reduccionismos científicos, automáticamente se constituye el vacío que transforma a las ciencias psicológicas en acientíficas con respecto a su aplicación concreta.
Resumiendo, todas las disciplinas de la mente tienen que trabajar en armonía y comunicarse entre sí (“entendimiento multidisciplinar”) para lograr la máxima eficiencia científica.
Por último, los científicos vinculados a las neurociencias, en realidad están –sin saberlo– corroborando cada vez más, muchos de los postulados básicos del psicoanálisis. Pero al pertenecer –esos investigadores– a otro paradigma, los integran discursivamente de otro modo, y por ende no los reconocen como tales. Con más eclecticismo y menos prejuicios, se podrían compatibilizar muchos conocimientos.”

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