“Dentro de todo lo que ha sucedido a lo largo de los últimos años, el cambio más importante reside en la propia continuidad del espectáculo. Su importancia no es un resultado del perfeccionamiento de su instrumentación mediática, que había alcanzado ya antes un estadio de desarrollo muy avanzado, sino que consiste sencillamente en que la dominación espectacular ha logrado criar a una generación sometida a sus leyes”
(Guy Debord, 2003: 19)
A esta altura ya son varias las generaciones sometidas a (dominadas por) las leyes del espectáculo: quizás el omnipresente Ricardo Fort, cuyo final mediático está determinado de antemano (aunque no necesariamente visible, puesto que responde a la lógica misma del capitalismo que lo ha creado), constituya hoy el ejemplo más cabal y elocuente, el ejemplo por antonomasia, de la noción de sujeto sin sujeto, de un sujeto sin espesor, paradójicamente expresado por la musculatura de esta entidad que identificamos como un anti-hiperobjeto (Núñez, 2009). Así son las cosas: un anti-hiperobjeto recorre la televisión…
La figura de Ricardo Fort, desde el mismo nombre que la etiqueta, remite a un universo esquizofrénico: por un lado, “Fort” reenvía al inglés “force” y al español “fuerte” (a un juego lingüístico), y por otro, la sonoridad que se observa en la relación nombre-apellido (/r/, /a, o/ y /d, t/) vincula el mundo de una realidad que todos podemos constatar (un individuo que sale insistentemente en ciertos programas de televisión, tatuado aquí y allá, que dice cantar, que dice bailar, que dice actuar; de quien conocemos su vida privada e íntima, sobre cuyos vaivenes sentimentales se formulan burdas y obscenas hipótesis de paparazzi, etc.) con el mundo de lo ficticio inscripto en el orden del lenguaje, de un juego verbal que funde nombre y apellido en una resonancia acústica que revela la desemantización de los términos involucrados. En efecto: Ricardo Fort es “Ricardo Fort” , un conjunto de sonidos que siguen apenas la lógica de los fonemas; que no remiten a un universo semántico más que por su propio aplastamiento, su propia unidimensionalidad constitutiva.
Así pues, la figura de Ricardo Fort es pura longitud y exterioridad; es un personaje legible en una dimensión que pretende devorar toda (seria) categorización acerca de lo que es ser artista, de lo que significa pertenecer al orden de lo artístico. Estamos frente a un personaje omnívoro, cuyo principal atributo consiste en la obturación del juicio, en la creación de un “estatus” ilusorio que lo legitime al mismo tiempo como sujeto y objeto artístico. “Son entidades elementales sin explicación, sin proceso simbólico, sin investidura, sin lenguaje. Su mera existencia los sitúa más acá de cualquier porqué. No los atraviesa ninguna tensión de sentido, no despiertan ninguna curiosidad ni provocan ninguna crisis. No disparan ninguna metáfora. Simplemente ahí están, tercos, obstinados, clavados en su propia evidencia, en su abominable materialidad, quemándose en su fulgor opaco”, dice Sandino Núñez (2009: 34). Estamos, siempre con Sandino, ante la “abominable materialidad” de un “objeto aberrante”, un “objeto obsceno”.
En este cuadro, Ricardo Fort es, antes que nada, un muñeco articulado inscripto en el orden de lo bélico, del soldado que abandona su propio terreno y se interna en el espacio que constituye la contracara de su propio “ser”: el espacio de la cultura. Este muñeco articulado no tiene motricidad fina, no puede, se colige, bailar; apenas puede moverse en una mecánica cuadriculada, propia de los dibujos unidimensionales y de la disciplina militar que pauta paso por paso, respiración por respiración, el movimiento del objeto al que disciplina, y de una geografía medida y proyectada que subdivide el territorio estratégicamente, enmarcada en una dialéctica defensa-ataque propia de la racionalidad militar.
Asimismo, en tanto anti-hiperobjeto, Ricardo Fort se dibuja como tal en el momento mismo en que, frente un juicio adverso del jurado que lo evalúa en su performance como “artista”, deja escapar unas lágrimas que todos reconocen como falsas. El anti-hiperobjeto busca legitimarse a través de un procedimiento que lo deja en evidencia como anti-hiperobjeto, como una entidad sin anchura; un procedimiento que no remite sino falsamente a la problemática de lo real versus lo ficticio (sabemos, entonces, de dónde procede, cuál es la “operación” que lo ha generado). Las lágrimas de Fort valen menos por sí mismas que por el hecho de ser el índice de que este personaje lineal posee (quiere poseer, o dice poseer) sentimientos verdaderos, legítimos, que en algún momento deben exponerse para validarse ante las cámaras que captan la exteriorización del vacío que lo constituye e instituye. No hay, pues, ninguna problemática instalada en la frontera entre lo verdadero y lo falso, porque esta problemática sólo existe por fuera del anti-hiperobjeto, en el ámbito de lo literario, del sujeto con espesor, investido por el lenguaje, en definitiva, del sujeto.
Santiago Cardozo es docente de la UdelaR
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Revista Arjé, Uruguay