Como extraterrestres recorren la ciudad dando miedo y/o asco al resto de la gente; estrafalarios en el vestir y con caminar simiesco, los llamados “planchas” parecen provenir de un planeta paralelo donde solo existen el reguetón, la cumbia, las malas palabras y la apología del crimen.
Aparecieron en algún momento de los años noventa. Antes podríamos rastrearlos en los llamados “cumbieros” o “terrajas” que la mayoría de la sociedad deploraba y marginaba y hoy, sin embargo, no solo acepta sino que integra como parte de una nueva estética y forma de vida.
No me contradigo cuando comienzo diciendo que por un lado producen miedo y/o asco y por otro son absorbidos por la sociedad, en tanto la mayoría les copia una estética visual que -como tantas otras cosas-proviene del norte.
La moda del rap y del hip hop de los negros de New York que luchaban contra su marginación improvisando sus batallas verbales a través de un estilo basado específicamente en una impronta contestataria y combativa, fue absorbida por el establishment de las compañías discográficas.
Batido, mezclado con el pop y luego con los ritmos caribeños, comenzó a morir ideológicamente para transformarse en una suerte de panfleto violatorio de todo lo que signifique dignidad, en tanto la mujer es continuamente tratada como un objeto de la más baja categoría en casi la totalidad de sus letras.
No era raro que desde las calles de Nueva York saltara esta moda -principalmente vía Puerto Rico- al resto de Latinoamérica, fusionándose con diversos ritmos latino-tropicales y transformándose en un nuevo modo de cultura que de combatir las injusticias comenzó poco a poco a solidarizarse con una vida delictiva.
Acaso la carencia de propuestas sea la nota discursiva propia de elementos musicales cada vez más simples, donde el reiterativo y machacante ritmo de base sea la excusa para repetir hasta el hartazgo consignas carentes de sentido o ampliamente estúpidas y que sin embargo funcionan de maravillas entre un público para nada exigente, porque no tiene los elementos cognoscitivos para compararlo con otras formas de arte. O lo que es peor, no les interesa.
La estética abusa de los gorros de béisbol, los colores chillones y las malas combinaciones, los calzados deportivos con resortes, las camperas de nylon extragrandes y últimamente los suéteres con rayas horizontales anchas y principalmente violetas sobre blanco. No faltan los “rosarios” de plástico en torno al cuello ni tampoco los “canguros” con las capuchas levantadas sobre las ya citadas gorras hasta esconder casi completamente el rostro. Llevan los cabellos cortados de diversas formas, que van desde el estilo punk a los más diversos recortes que siempre implican teñidos rabiosos de rubios oxigenados o muestras de arte “contemporáneo” en sus cabezas. Los piercings y tatuajes no son la excepción, pero nada tienen que ver con las modas rockeras de antaño.
Un lenguaje gutural que cambia rápidamente de códigos incomprensibles donde el que no pertenece a la tribu se pierde, una forma extraña de modular las palabras que se pegan y hacen del ejercicio siempre apasionante de la comunicación algo muy parecido a una tortura.
La cultura plancha reivindica lo vulgar, se siente orgullosa de su deformidad y plantea un desafío al buen gusto. Los especímenes planchas detestan los buenos modales, a la gente educada les llaman “chetos” y siempre hacen ruido. Parece que el volumen de su música o su forma espontánea de insultarse como muestra de afecto, deba ser necesariamente soportado por todos.
El último auge es tener el celular con esta oprobiosa música al volumen más alto en cualquier ámbito social haciendo gala de una impunidad ganada a fuerza de insultos y el atropello por quienes será imposible hacer razonar más no sea con violencia. La última osadía son las motocicletas con radio y cumbias a todo volumen recorriendo la ciudad.
Intolerantes, hacen de la cultura del atropello su gala No habrá grupo de personas en colectivos, comercios o la propia calle que se libre del arrebato de sus gritos, juegos de manos y su propensión a transformarlo todo en un sórdido espectáculo.
Vivir en los accesos de Montevideo, el cinturón de la ciudad o las zonas más humildes de casi todos los barrios implica convivir con una nueva tribu urbana que entre homogénea y difusa pero fácilmente detectable, cohabita nuestra cotidianeidad haciéndonos sentir extranjeros en nuestra propia tierra.
Modernización del Neanderthal que se resiste al conocimiento o atraso del cromañón que se rindió a la caída de la civilización occidental y cristiana y opta por la animalidad carente de propuestas y embriagada a pasta base (Paco en Argentina). No sabemos aún cómo podremos terminar entre una maza absorta de personas que parecen aquellos seres sin conciencia que desfilaban en la película The Wall para ser tragados por una gran picadora de carne.
Por allí hay gente que les cree graciosos pero indudablemente producen un montón de sensaciones encontradas y muy pocas de ellas gratificantes. Probablemente sea el precio a pagar por el recurrente deterioro del sistema educativo uruguayo desde la dictadura a nuestros días.
Darío Valle Risoto es Técnico en Comunicación Social
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Revista Arjé, Uruguay