“¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”
Génesis 4,9
La escritura de este surco y sus posteriores eficacias en la vida corriente es lo único que garantiza y resguarda la normatividad de un ser humano para sí y para los lazos que construya con sus semejantes.
Diferentes disciplinas humanísticas, no sólo la psicología, denominan a esta inscripción “ley simbólica”; todas estas ramas del saber coinciden en que de su escritura y vigencia dependerá el rango de lo “propiamente humano”, este es el motivo por el cual su ausencia nos confronta con el horror: es posible poseer vestidura de ser humano y no vivir como tal y en tantas más aún, en santísimas ocasiones, no permitir vivir bajo estas condiciones a los otros del entorno más cercano.
No existe un tope psíquico para la envergadura de una patología mental; tampoco tope geográfico, menos que menos cultural, social y/o económico. Las patologías que surgen a raíz de la falta de inscripción y vigencia de la ley simbólica, no puede ser adscripta, en la mayoría de los casos, a una alteración genética, tampoco orgánica; la mayoría de las veces la “alteración” causante de la enfermedad mental se sitúa en un terreno más vasto que el del individuo que la padece y más bien la podremos ubicar en la trama familiar del enfermo, tejida ella a lo largo de varias generaciones. Cada individuo es responsable de lo que tiene y de lo que hace, pero de ninguna manera es hacedor autónomo de su psicopatología: cuanto más grave esta, menor la autonomía antedicha (No entraremos aquí en cuestiones médico-forenses diagnósticas y de imputabilidad).
Estar advertido de la existencia de psicopatologías muy severas nos debería servir para saber que hay muchas personas en la comunidad, más o menos cerca nuestro, que protagonizan, ellas y/o su entorno, verdaderos “infiernos humanos”. Por lo general las llamas se encuentran a la vista; el fuego suele dar indicios y señales penetrantes. Siempre y cuando los que no nos encontramos afectados por un daño psíquico semejante nos dispongamos a realmente ver. Como asimismo, a evitar hacer conjeturas forzadas para que todo nos cierre a una medida conveniente. Ya que muchas veces, en el mejor de los casos, estamos apenas (mal) dispuestos a “ver” una versión minimizada, donde hay elementos que llaman la atención o algunas cosas raras pero…no ocurre nada grave. “No hay peor ciego que el que no quiere ver” nos dice el tan agudo y acertado refrán popular, uno de aquellos cuya vigencia permanente da cuenta de la verdad incontrastable que transmiten.
¡Siempre existen signos y señales emitidos por la patología mental al entorno familiar y social! (más evidentes cuanto mayor sea su grado).
El solo hecho de no negarlas permitiría pedir ayuda a quien consideremos más pertinente según el caso del que se trate (asociaciones, profesionales, instituciones), y de esta forma proteger de tantos horrores cotidianos a quienes suelen ser sus víctimas más frecuentes: los niños, los púberes y los adolescentes; aquellos que por definición y por estructura se encuentran indefensos y a merced de los adultos que los rodean.
En la grand guignolesca odisea del monstruo de Anstetten, de tan grande auge mediático, y en su cortejo noticioso inmediato de casos europeos comparables en gravedad, en número de visitas web, en centimetraje periodístico, en minutos televisivos, en rating… trasunta algo así como que los del remoto pueblito austríaco debieron haber visto y no negado estas señales de una anomalía.
Esta es la verdad: señales mayores y menores, muy evidentes y no tanto, de esta y de aquella patología, grave o algo más leve, en casos de interés truculento-mediático o no; desde nuestra función de padres, maestros, autoridades, docentes, psicólogos, psicoanalistas, médicos, asistentes sociales, agentes del orden, vecinos, amigos…en la medida de lo posible, y desde el lugar que nos compete, todos los adultos, en todo el mundo, debemos verlas. Y actuar con responsabilidad social.
Lo que planteamos es que deberíamos poder ver los indicios que tantas veces desestimamos los adultos de todo el mundo, y desde el lugar que a cada uno nos compete en la sociedad actuar, en relación a lo visto, con responsabilidad social. Consideramos que esta no es más que una posición ética.
Lic. Miriam Mazover. Psicoanalista. Directora y Fundadora Centro Dos.
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